Cosas que pasan a veces

06.06.2011 22:42

Tengo un amigo internético y gaditano que es un fiera escribiendo. El tío saca novelas como el que fríe patatas. Y de calidad, que no es nada fácil que te publiquen. No he leído aún ninguna pero juro por mi ciruelo (el que planté en Jimena) que lo haré tan pronto pueda. Tengo otra amiga internética y murciana que se aplica, toma su ritmo y saca varias páginas todos los días. Tengo más amigos internéticos, pero estos ejemplos bastan. El escritor debe tener mucha disciplina. Y aquí ando yo, que llevo más de tres meses liado con un relato corto y apenas van treinta páginas.

 

El otro día regresaba un poco tarde de jugar unas partiditas de ajedrez. La jornada no fue propicia: me ganó hasta el camarero que me sirvió los cafés. Regresaba cabizbajo, pensando solo en pasar por la ducha para ver si el agua se llevaba las palizas que me habían dado. Y en esto me llama la atención un tipo que parecía estar aguardando algo en la esquina. Daba muy mala pinta, pero ya lo tenía encima. Demasiado tarde para tomar otro camino. Debo confesar que me asusté, pues parecía no apartar la vista de mí. Justo cuando llegué a su altura dejó de sujetar la pared y se me plantó en medio de la calle. “¿Qué pasa?”, espetó. Vi algo en sus ojos que no me gustó. No sé cómo explicarlo (vaya escritor...), parecía enajenado. Su abundante barba, su cuerpo esmirriado... todo parecía indicar que me hallaba ante un loco. Sin embargo, su voz sonaba firme y serena, “¿Qué quieres? No sé si llevo algo suelto“. “No necesito tu sucio dinero”. Si no quería pasta no era un drogata. Y eso en cierto modo me tranquilizó. En cierto modo. Porque luego me agarró por los hombros y comenzó a temblar. De una forma delirante. Ahí ya me acojoné del todo, lo reconozco. Estuve a punto de salir corriendo, pero yo ando menos que King África con tacones. “¿Es que no te acuerdas de mi, Enrique? ¿De qué narices me conocía ese elemento? “No caigo ahora mismo -balbuceé-, ¿quién eres?” Su respuesta me heló la sangre: “Soy el personaje de tu relato; ¿no te da vergüenza?” Le di un manotazo y salí cagando leches para mi casa. Me encerré, saqué el ordenador y leí y releí cuanto llevaba escrito hasta darme cuenta de que, efectivamente, era el personaje de mi relato. Ciertamente, era para que se me cayera la cara de vergüenza. ¡Vaya actitud la mía tan innoble! ¡Hay que tener mala sangre para permitir tamaño sufrimiento! Juré entonces por mi ciruelo (el que no planté en Jimena) que o solucionaba el problema de ese señor o me metía en la historia y lo sacaba con mis propias manos de allí, aun asumiendo el riesgo de quedarme en ella. Esto ocurrió hace unos días, hice un juramento muy delicado y... el personaje sigue en su angustia. ¡No sé qué voy a decirle si me lo cruzo de nuevo!