No es lo que parece

16.07.2014 23:24

Si hay un deporte, juego o actividad que goce del respeto y la admiración de todos, ese es el ajedrez.

Aceptada por todos la idea del ajedrez como algo noble y vinculado a la inteligencia, quien más quien menos gustaría ver a sus hijos practicándolo. Hablando de inteligencia se me viene a la cabeza un chiste. Un erudito personaje se jactaba de su inteligencia, alardeando de continuas conferencias, de los campos que dominaba, del reconocimiento, de los galardones... Quienes lo escuchaban propusieron hacerles preguntas de temática variada y el sabiondo respondía a todas con gestos de superioridad. En eso, un humilde obrero le preguntó si podía decirle quién era el Follullo. Tras un rato de reflexión, nuestro personaje tuvo que admitir que no había oído hablar de él. El Follullo era quien se tiraba a su mujer mientras él andaba de viajes y conferencias. Habría que preguntarse si el Follullo no era más inteligente.

Desde mi punto de vista, inteligencia y felicidad están estrechamente unidas. Pero eso sería tema a debatir con psicólogos. El objeto de este artículo, banal como todo lo que suelo redactar en verano, es mostrar que ni el ajedrez, tan cargado de virtudes, escapa a los comportamientos necios, absurdos, provocadores o inmorales propios de los humanos.

Probablemente conozcan las excentricidades de los grandes genios del tablero y hayan oído hablar de episodios siniestros acontecidos en torneos de relevancia. Por ello, para esta ocasión he descendido al escalafón de los aficionados y he seleccionado anécdotas propias o muy cercanas. Seguro que se sorprenden.

Comienzo esta exposición con una competición de equipos. Nos desplazábamos 120 kilómetros para disputar un encuentro en Ubrique. Un camino complicado, sinuoso, a través de la sierra. A mitad del camino de ida, el conductor detiene el vehículo junto a una piara de lindos cerdos. ¡Estaba dispuesto a llevarse uno! Su intención era meterlo en el maletero, continuar el viaje, jugar las partidas, comer y regresar a casa. Total: diez o doce horas con el cochino gruñendo en el maletero. Solo los que íbamos en aquel coche sabemos cuánto nos costó convencer a nuestro tozudo acompañante. Lo que todos hubiésemos querido era haber consumado un trueque: dejar al más salvaje en el campo y llevarnos a jugar al verraco. ¡Hay que ser bruto!

En más de una ocasión he jugado partidas con rivales que dedicaron más tiempo a mirarme a mí que al tablero. Recuerdo especialmente uno de mirada loca, asesina. Guerra psicológica. Hay quienes usan gorras para protegerse y no perder concentración. A veces, en lugar de ojos de perturbados te encuentras con señoritas de voluptuosos y aireados encantos. Ahí son pocos los que se ponen gorra… Un buen amigo cuenta que un día, durante una partida, su rival se acercó a él antes de ejecutar su movimiento y le susurró: «Me cago en tu puta madre». Mi amigo quedó sorprendido: «¿He escuchado lo que me ha parecido escuchar? ¿No me habrá propuesto tablas y yo entendí lo otro?  No, no, ha dicho lo que ha dicho. ¿Qué hago: reclamo al árbitro? Lo va a negar…». Después de reflexionar un rato tomó la siguiente decisión: antes de realizar su jugada se acercó al rival y le susurró: «Yo también me cago en tu puta madre».

¿Dónde creen que es el lugar más extraño donde he jugado al ajedrez? Pues fue en un quirófano, con patucos verdes y todo. Éramos cuatro y ninguno se encontraba enfermo ni pendiente de intervención quirúrgica. Fue algo totalmente surrealista. Uno de nosotros era médico. Tenía guardia y debía estar localizable. Desde luego no podía hallar un sitio más cercano, por si tenía que intervenir de urgencias. Los demás consentimos alucinados. En un momento dado, el que nos llevó allí abandonó la sala. Pocos después entró otro facultativo. La cara de sorpresa del hombre cuando vio allí a tres desconocidos jugando al ajedrez… Una y no más, santo Tomás.

La buena reputación del ajedrez no se va a empañar un ápice por lo que voy a exponer a continuación. Es un deporte noble, de caballeros, pero la realidad es que se ve cada personaje en los torneos… ¿Quién no se ha encontrado con jugadores que olían a perros muertos? ¿Y borrachuzos? Yo he visto rondas matinales con tipos en pijama, bebiendo cerveza a las diez de la mañana o comiéndose un plato combinado de tres mil calorías en plena partida. Extravagantes, maleducados, petulantes… Lo mismo que nos podemos encontrar en cualquier sitio.

En cierta ocasión jugábamos unas partidas rápidas en una cafetería. Resulta que ese día organizaban una fiesta. La cosa se fue caldeando y el jaleo incrementándose. Así que nos recolocamos en la terraza, en el rincón más alejado. Pero la fiesta iba a más. En esas, una chica con alguna copa de más se quedó mirando el tablero. Comenzó a decir chorradas pero nadie le prestaba atención. Indignada, no se le ocurrió otra cosa que levantarse la falda y colocarse a modo de amazona a cinco centímetros del tablero, dejando entrever sus encantos a través de la fina tela blanca de su ropa interior. Lo curioso es que los dos jugadores continuaron moviendo sus piezas entre las piernas de la chica. ¡Por nada del mundo querían perder la partida, ni ante tan seductor panorama!

Después de esto, ¿alguien puede sostener que el ajedrez es aburrido?

Anécdotas hay mil, pero es necesario concluir el artículo. El ajedrez desarrolla la responsabilidad y el espíritu crítico, potencia las facultades intelectuales, fomenta valores relacionados con la deportividad, etc, pero hay excepciones y, como todo en la vida, no es oro todo lo que reluce. La estupidez no escapa a nada ni a nadie.

¿Y tú, amigo ajedrecista: qué anécdota puedes contarnos? Anímate y nos reímos un rato.