Mis últimos años

04.07.2012 22:29

 

La ventaja de romper con todo es que te posibilita abandonar estúpidos convencionalismos e hipócritas formalidades. Te ahorras tener que saludar a intrometidos vecinos y puedes permitirte el lujo de eructar o tirarte un pedo en sus propias narices. Hace años que no hablo con nadie y me siento orgulloso de ello. Ayer sorprendí en el portal a las cacatúas del tercero elucubrando sobre mi estado de salud mental. Agarré mis genitales con una mano y con la otra les hice una peineta. Las muy putas, como si no estuviera en mis completos cabales. Creen que inundo de basura el ojo de patio porque estoy loco, o porque tengo el síndrome de Diógenes. Una mierda para el Diógenes ese y otra para ellas. Lo hago porque sé que les fastidia. Están deseando que me muera. Ochenta y ocho años y el viejo sigue vivo. Ochenta y nueve y no se muere. Ha cumplido los noventa y sigue dando por culo el hijo de la gran puta. ¡Y lo que me queda! Pienso vivir como mínimo veinte años más. Me cuido para ello. Todas las mañanas camino un mínimo de tres horas, sigo una dieta equilibrada y ejercito la mente a diario porque me horroriza imaginar que pudiera un día llegar a perder la cabeza.

 

Espero que no vean en mí un ser despreciable. Me aíslo en la soledad porque entiendo que la humanidad está podrida, irremediablemente desahuciada. Lo único que pretendo es vivir con dignidad mis últimos días, refugiado en mis pensamientos y en los libros. Pero ellos no me dejan, se entrometen en mi vida, me menosprecian e insultan, se ríen de mi provecta existencia. Para su desgracia, las ofensas, lejos de causarme daño, espolean mi innato espíritu de lucha. No me atemorizan sus amenazas; ni siquiera me inquietan. Me siento con fuerzas suficientes para seguir combatiéndolos durante mucho tiempo. Sin embargo, un nuevo enemigo ha surgido de imprevisto. Debo reconocer que este sí que consigue elevar mi exasperación hasta el límite que puede tolerar mi paciencia. Se cruzó en mi camino hace doce días. Regresaba de mi habitual paseo matutino cuando mis ojos se encontraron súbitamente con los suyos. Al instante percibí una muda bofetada de desprecio. No me amilané: le sostuve la mirada mientras pasé a su lado. Mi sorpresa fue mayúscula cuando la mañana siguiente lo encontré en el mismo lugar, con la misma pose chulesca, rezumando insolencia. Me detuve unos segundos, el tiempo suficiente para insuflar su mezquino rostro de una buena dosis de veneno pulverizado directamente desde mis ojos. Le tuvo que doler mi gallardía porque desde entonces  aguarda día tras día y en el mismo punto mi llegada, para provocarme con su burlón silencio.

 

No lo soporto: el descaro con que me mira, el pañuelito anudado al cuello y... esa fatua sonrisa. Hasta ahora no hemos mediado palabra, pero ya va siendo hora de acabar con esta pantomima. Está decidido, de hoy no pasa que le diga cuatro cosas a ese niñato postinero. Seguro que está de nuevo al acecho tras la farmacia de la esquina. Ya voy llegando. A ver..., en efecto;  ahí se encuentra, rodeado de los mismos amigos, tan pijos como él y tan... Un momento. ¡No puede ser! ¿Qué broma es esta? ¡No lleva pantalones! ¿Y el pañuelo? En su lugar cuelga un cartel que anuncia... ¡Rebajas! ¡Qué ridículo más espantoso! ¿Qué te pasó, criatura? Ya veo, te dieron tu merecido... ¿Por qué no me sostienes ahora la mirada, fantoche? ¿Dónde dejaste tu chulería? Te avergüenzas, ¿no es cierto? Pues jódete, mamarracho, jódete.