Llegar a viejo

07.02.2014 23:01

Hermann Hesse

Sobre la ancianidad (1952)

 

La edad provecta es una etapa de nuestra vida y, al igual que todas las restantes, posee su rostro propio, una atmósfera y temperatura peculiares, alegrías y miserias propias también. Nosotros, los viejos de cabello blanco, tenemos también nuestra tarea, al igual que nuestros hermanos más jóvenes; una tarea que da sentido a nuestra existencia, y hasta un enfermo de muerte y moribundo, al que apenas puede alcanzar una invocación de este mundo de aquí, tiene su tarea propia y ha de cumplir muchas cosas importantes y necesarias. Ser anciano es una tarea tan hermosa y sagrada como ser joven; aprender a morir y morir realmente es una función tan llena de dignidad y valor como cualquier otra, supuesto que sea cumplida con reverencia ante el sentido y la santidad suprema de toda vida. Un anciano que tan solo aborrece y teme a la vejez, al cabello cano y a la proximidad de la muerte no es digno representante de su edad, como tampoco lo es el hombre joven y robusto que odia su profesión y su trabajo diario y procura zafarse de ellos.

Dicho en pocas palabras: para cumplir debidamente el sentido de la vejez y mostrarse a la altura de su tarea, hay que estar de acuerdo con esta misma vejez y con todo cuanto trae consigo, hay que decirle un sí sin restricciones. Sin este sí, sin la entrega total a lo que la Naturaleza exige de nosotros, perdemos el valor y el sentido de nuestros días - ya seamos viejos o jóvenes - y cometemos una estafa con la vida.

Todos sabemos que la edad anciana comporta múltiples achaques y que a su término se alza la muerte. Año tras año es preciso ofrecer sacrificios y llevar a cabo renuncias. Hay que aprender a desconfiar de los sentidos y las fuerzas propias. El camino que poco tiempo antes no era sino un pequeño y grato paseo, tórnase ahora largo y fatigoso, y llega un día en que ya no podemos recorrerlo más. Hemos de renunciar a los manjares que durante toda nuestra vida hemos comido con gusto y placer. Las alegrías y goces corporales se tornan cada vez más raros y han de ser pagados a precio creciente. Y además, todas las lacras y enfermedades, el debilitamiento de los sentidos, el entumecimiento de los órganos, los incontables dolores, sobre todo en las noche tan frecuentemente largas y asaltadas por el constante temor.... todo esto son cosas imposibles de negar, son la amarga realidad. Pero sería triste y mezquino abandonarse únicamente a este proceso de decadencia y obstinarse en no ver que también la ancianidad tiene sus cosas buenas, sus ventajas, sus fuentes de consuelo y sus alegrías. Cuando se encuentran mutuamente dos ancianos, jamás deberían limitar su diálogo al maldito artritismo, a los miembros entorpecidos y al ahogo producido por la subida de escaleras, no deberían intercambiar tan solo sus dolencias y sus enojos, sino también sus experiencias y recuerdos alegres y consoladores. Que son también muy numerosos.

Cuando traigo a colación de recuerdos estas hermosas y positivas páginas en la vida de los viejos y digo que nosotros, los que tenemos blanco el cabello, conocemos fuentes de vigor, de paciencia y de gozo que en la vida de los jóvenes no juegan papel alguno, no me corresponde hablar de los consuelos de la religión y de la Iglesia. Eso es asunto de los sacerdotes. Pero sí puedo llamar con nombre propio a algunos de los dones con que nos obsequia la vejez. El más preciado para mí de todos estos dones es el tesoro de imágenes que se acumulan en la memoria después de una larga vida y a las cuales se vuelve con interés más vivo y vario que nunca se hizo con anterioridad, según va apagándose en nosotros la actividad juvenil. Figuras y rostros humanos que no pisan ya la tierra desde sesenta o setenta años ha, prosiguen viviendo dentro de nosotros, nos pertenecen como cosa propia, nos prestan compañía, nos miran con ojos que viven todavía. Casas, jardines, ciudades, que en el correr de los años transcurridos han desaparecido o han cambiado por completo, nos contemplan incólumes como antaño, y en nuestros libros de estampas hallamos de nuevo, frescas y llenas de colorido, las lejanas montañas y las largas costas marinas que contemplamos en nuestros viajes decenas de años atrás. La mirada, la observación, la contemplación, tórnase más y más en costumbre y ejercicio adiestrado y el temple de ánimo y el ademán del contemplador penetran imperceptiblemente toda nuestra conducta. Nos sentimos acosados por deseos, ensueños, apetitos y pasiones, como la inmensa mayoría de los hombres, precipitados aquí y allá durante los años y décadas de nuestra existencia, impacientes, expectantes, llenos de tensión, sacudidos vivamente por sensaciones de plenitud o de desencanto..., y hoy, cuando hojeamos cuidadosamente el gran libro ilustrado de nuestra propia vida, nos maravillamos de cuan hermoso y bueno puede ser verse libre de aquel acoso y aquella persecución y haber llegado a la vita contemplativa. Aquí, en este jardín de los ancianos, florecen ciertas flores en cuyo cuidado apenas hemos pensado en años anteriores. En él florece la flor de la paciencia, nobilísima especie que nos hace más resignados y tolerantes, y cuanto menor se torna nuestra apetencia de usurpación y de acción, tanto mayor se vuelve nuestra capacidad para escuchar y contemplar la vida de la Naturaleza y la vida de tos demás hombres, para dejar que pase ante nosotros sin crítica y con creciente asombro ante su infinita variedad, a veces con interés y recóndita compasión, a veces con risa, con viva alegría o con humor. Hace pocos días me hallaba yo en mi jardín ante una fogata que acababa de encender y que alimentaba con ramaje y follaje seco. Y he aquí que llegó .una anciana, cruzando a lo largo del seto de espino; contaría cerca de los ochenta años y al pasar se detuvo y me miró. Yo saludé y entonces ella se echó a reír y dijo "Hace usted muy bien en encender ese fuego. A nuestros años hay que irse acostumbrando poco a poco al infierno." Con estas palabras se inició un diálogo en el cual ambos nos lamentamos mutuamente de todas nuestras dolencias y flaquezas, pero siempre dentro de un tono de broma. Y al final de nuestra conversación ambos hubimos de confesarnos que pese a todo no éramos todavía tan terriblemente viejos, y que ni siquiera podíamos considerarnos como auténticos ancianos mientras viviese en nuestro pueblo la más vieja de todas: la centenaria.

Cuando la gente joven, con la suficiencia de sus fuerzas y su despreocupación, ríe tras de nosotros y encuentra cómicos nuestros escasos cabellos blancos, nuestro andar fatigoso y nuestro escuálido pescuezo, nosotros recordamos que antaño, cuando nos hallábamos en posesión de idéntica fuerza y despreocupación, también sonreímos en casos semejantes y no solo no nos sentimos humillados y vencidos, sino llenos de íntimo gozo por haber podido superar esta etapa de la vida y habernos tornado un tantico más sensatos y más pacientes