Azul

03.12.2014 22:50

Es extraordinario cómo a veces funcionan los presentimientos. Fue como una descarga eléctrica: intensa, vertiginosa, inesperada. Una premonición con visos de certeza, que se manifestó con tal claridad que logró quebrar el imperturbable aplomo con que de ordinario afronto los reveses. Justo cuando atravesaba la puerta que negaba el paso al aire puro supe que jamás volvería a recobrar la libertad.

La confirmación a tal conjetura llegó varias semanas después. Mi hermano, infalible gestor y maestro en solucionar todo tipo de situaciones, me respondió con vaguedades cuando le exigí información sobre la situación real en que me hallaba. «Ya se sabe que estas cosas no obedecen a una ciencia exacta, que ni tres semanas son tres semanas, ni un año es un año», me dijo. «¿Cuánto tiempo voy a permanecer entre estas cuatro malditas paredes?», le repliqué en un tono que no dejaba lugar a dudas de mi enfado. Por primera vez en su vida no supo darme una respuesta precisa a una pregunta concreta. Bajó los ojos y guardó silencio. Di por terminada la conversación y le pedí que se fuera.

Seguramente tenía lo que merecía. Solo me había preocupado de mi propia felicidad y del bienestar de mi familia, sin importarme el daño que pudiese causar a los demás en el logro de mis objetivos. La ambición dejó poco espacio a la sensibilidad. Ahora mi dicha tocaba a su fin, tendría que rendir cuentas. No volvería a salir de allí como en otras ocasiones. Estaba bien jodido: me iba a pudrir en un habitáculo de ocho metros cuadrados, con un baño que daba asco y como único paisaje el ladrillo y el cemento.

No tardé en perder la noción del tiempo. Igual pintaban martes que domingos. La misma bazofia se comía un día que otro y la misma rutina me acompañaba desde la salida del sol a su puesta. Un sol esquivo, invisible, inexistente. Más de una vez hice balance de mis actos. ¿Me merecía realmente aquel insufrible castigo? ¿Tan mala persona había sido? Nunca antes lo dije, pero hoy quiero sincerarme. Soy creyente. A mi manera pero lo soy. Por eso he llegado a la conclusión de que estoy pagando mis pecados. Sin embargo, que lo acepte no implica que me resigne. Me niego a acabar mis días sin más vistas que un triste techo cada vez que alzo los ojos. Le conté a mi hermano la determinación que había tomado, pero él se negó a ayudarme. Era algo que esperaba. Le dije que no se molestara en explicarme las razones porque las conocía. Cuando le aseguré que lo haría yo solo, palideció. Sabe de sobra que cuando digo algo lo cumplo.

Y por fin llegó el momento. Será esta noche. Mi plan no puede fallar, conozco al dedillo el lugar y los turnos. Fingiré dormir hasta las tres y media. A esa hora comenzaré los preparativos, con paciencia, para que nadie se percate de mis intenciones. Será un proceso laborioso, pero antes de las cuatro, con la ayuda de Dios, espero encontrarme a las puertas del gran corredor. A esa hora nadie vigila. Están confiados y si no cabecean, charlan de sus cosas. Atravesaré el pasillo con el máximo sigilo, a rastras, no es posible otra forma. Luego me ocultaré en el cuartillo de los enseres, al que nadie accede hasta las siete de la mañana. Si todo va bien, saldré de allí quince minutos antes y me dirigiré a la ventana localizada a solo unos metros. Necesitaré suerte porque a esa hora es más que probable que me vean y me detengan. Espero ser lo suficientemente rápido porque no dispondré de una nueva oportunidad. Le pido a Dios que me dé fuerzas y que no permita que me descubran. Confío en que así sea, que se cumpla mi deseo y pueda contemplar por última vez el maravilloso azul del cielo antes de que la muerte venga a buscarme a este hospital.